Clarividencia como Foco

El ojo del silencio

Durante mucho tiempo, confundí el foco con la fuerza.
Creía que enfocarse era apretar los puños de la mente, obligarla a mirar en una sola dirección.
Pero cuanto más intentaba concentrarme, más me perdía.
El esfuerzo se volvía ruido, y el ruido, ceguera.

Un día, el alma —esa voz que no grita— me susurró:

“El foco no se conquista, se revela.”

Entonces comencé a mirar distinto.
Ya no forzaba la atención: la observaba.
La dejaba moverse, respirar, posarse donde encontraba sentido.
Y en esa entrega, descubrí algo más profundo que la concentración: la clarividencia.

Clarividencia no era ver el futuro,
era ver el presente con tanta transparencia que lo invisible se volvía evidente.
Era sentir el hilo que une todas las cosas:
la intención detrás del gesto, la energía detrás de la palabra,
la conciencia detrás de cada forma.

El foco dejó de ser una herramienta mental
y se transformó en un acto de unión.
Ya no miraba desde el pensamiento, sino desde la totalidad.
Todo era parte de un mismo flujo, y cada cosa, cuando era observada con pureza,
me devolvía al centro.

El foco clarividente no exige esfuerzo, exige coherencia.
Solo cuando la mente, el corazón y el cuerpo vibran en una misma dirección,
la atención se vuelve luz.
Y esa luz no apunta: alumbra.
No separa: integra.

Aprendí que enfocar no es reducir la visión,
sino expandirla hasta incluirlo todo sin perderse en nada.
Que el verdadero foco no limita, sino que ordena el caos con amor.
Y que la clarividencia no es un don misterioso,
sino la consecuencia natural de vivir despierto.

Porque cuando ves con el alma,
el mundo entero se vuelve nítido.
Cada instante es revelación,
cada encuentro, un espejo.
Y en esa claridad, la atención encuentra su morada.

El foco, entonces, ya no es tarea.
Es estado.
Un silencio lúcido donde todo lo que es…
se muestra.