Hubo un tiempo en que caminaba dividido.
Mi mente corría más rápido que mis pasos,
mi corazón hablaba en otro idioma,
y mi cuerpo —cansado— apenas los seguía.
Creía buscar respuestas,
pero en realidad huía del silencio
donde todas las preguntas se disuelven.
Un día, la vida me detuvo.
No con ruido, sino con un suspiro.
Me encontré frente a mí mismo,
desnudo de certezas,
mirando la distancia entre lo que pensaba
y lo que realmente vivía.
Entonces comprendí:
la coherencia no es una meta,
sino un retorno.
Un regreso al punto en que todo nace unido,
donde el sentir, el pensar y el actuar
no son partes, sino expresiones del mismo pulso.
Empecé a escuchar al cuerpo.
Él no juzga, solo recuerda:
guarda en su forma la memoria del alma.
En sus dolores hallé verdades que mi mente callaba,
y en su movimiento, la posibilidad del equilibrio.
Luego, abrí espacio a las emociones.
Dejé que lloraran su historia sin miedo,
que hablaran su lenguaje antiguo de agua y fuego.
Allí descubrí que la vulnerabilidad
no era debilidad,
sino el puente más puro hacia la conciencia.
La mente, antes tirana, se volvió aliada.
Aprendió a servir en lugar de dominar,
a ordenar sin imponer,
a crear sin separar.
Y el espíritu —ese habitante silencioso—
no necesitó palabras para hacerse presente:
bastó el silencio coherente entre todos mis planos.
Hoy entiendo que vivir con sentido
no es acumular experiencias,
sino habitarlas con totalidad.
Que la coherencia no se enseña,
se encarna.
Y que cuando lo interno y lo externo
dejan de ser dos,
la vida misma se convierte en maestra.