Poesía Aceptación

Aceptación: el arte de reconciliar el tiempo

No hay futuro sin pasado,
ni sanación sin memoria.
La vida no pide que olvides,
sólo que abraces lo vivido
como raíz de lo que estás naciendo.

El cuerpo recuerda todo:
cada caída, cada abrazo,
cada silencio sostenido en los músculos.
Él no juzga, sólo guarda.
Y cuando por fin lo escuchas,
te enseña que el dolor no fue castigo,
sino entrenamiento para la presencia.

Aceptar el cuerpo es perdonar el trayecto,
dejar que las cicatrices se vuelvan mapa
y que el movimiento vuelva a ser oración.
Porque la voluntad de mejorar
empieza en cada respiración que dice:
“Estoy aquí, y aún puedo elegir.”

El alma, a veces, se anuda en el ayer.
Se aferra al miedo, a la culpa,
al amor que no supo decirse.
Pero la aceptación es agua:
no borra, disuelve.
No niega, transforma.

Cuando dejas que la emoción fluya,
el pasado se limpia sin lucha,
y el corazón aprende
que sentir no es debilidad,
sino la puerta hacia la libertad.

Aceptar el sentir es
permitir que el llanto lave la mirada,
para ver el futuro sin la niebla del dolor.

Aceptar no es rendirse:
es comprender.
Es mirar tu historia sin disfraz
y reconocer que cada error
fue una forma de aprender a ser.

La mente coherente deja de pelear con el tiempo.
Deja de exigir respuestas inmediatas
y empieza a escuchar el silencio que hay entre los pensamientos.
Allí nace la voluntad:
no la del control,
sino la del propósito.
La voluntad de ser mejor,
no por carencia,
sino por amor a lo que puedes llegar a ser.

Aceptar es confiar
en que todo tuvo un sentido,
incluso lo que no comprendiste.
Es abrirte al misterio sin exigirle nombre,
y rendirte, no por derrota,
sino por reconocimiento.

El alma que acepta
ya no teme al futuro:
sabe que todo lo que vendrá
es una extensión de lo que ha sanado.
La fe y la aceptación se abrazan
en un mismo gesto:
el de permitir que la vida te viva.

Aceptar el pasado es honrar la experiencia.
Aceptar el futuro es confiar en la posibilidad.
Y aceptar el presente es el acto más sagrado del ser consciente.

Allí, en ese punto donde todo converge,
nace la verdadera transformación:
la voluntad de mejorar
no desde la falta,
sino desde la plenitud.

Porque cuando el cuerpo descansa,
la emoción fluye,
la mente comprende
y el espíritu confía,
entonces —y sólo entonces—
la vida y tú respiran al mismo ritmo.