Serenidad y calma

El amanecer llega con suavidad, y el viento, en su danza invisible, susurra una enseñanza antigua: nada nos pertenece, todo fluye. Cada ráfaga parece recordar que en el movimiento hay purificación, y que en el dejar ir se halla la verdadera libertad.

Camino entre luces y sombras, comprendiendo que ambas son maestras. La sombra no es enemiga; es un espejo que me muestra los rincones que aún anhelan amor. En su silencio aprendo a reconocer mi propia luz. La herida, que antes dolía, ahora late como una puerta abierta hacia la compasión.

El universo se revela en lo cotidiano. Una sonrisa, el reflejo del sol sobre el agua, el abrazo de un amigo: cada gesto me habla, cada momento me enseña. La vida se convierte en un lenguaje simbólico, y mi tarea ya no es resistir, sino escuchar.

Al caminar, siento el pulso de la tierra bajo mis pies. El presente deja de ser un lugar abstracto y se vuelve un altar. Mi respiración marca el ritmo de una oración sin palabras, donde mente, cuerpo y espíritu se abrazan en una misma melodía.

Agradezco lo que fue, no por nostalgia, sino por sabiduría. Bendigo lo que es, porque sé que cada experiencia, incluso la más difícil, es parte de mi expansión. Y confío en lo que vendrá, porque la vida, en su misterio, siempre tiende hacia la armonía.

En este estado, el agradecimiento deja de ser un acto mental y se convierte en un modo de existir. Es una corriente luminosa que atraviesa todo mi ser, que me reconcilia con lo vivido, que me devuelve al ritmo natural del universo.

Y así, al agradecer, descubro que la armonía no se busca:
se recuerda.
Porque siempre estuvo allí, esperando que yo abriera los ojos del alma para verla.